Editorial: La conveniencia de una nueva Constitución
Una Constitución vigente se puede enmendar muchas veces. Incluso es recomendable hacerlo cuando determinadas normas o partes de ella quedan obsoletas o a contra pie de los hechos sociales y políticos. Por ello, en todas se explicitan normas y procedimientos para su reforma. Pero su elasticidad política no es infinita, como se ha pretendido en Chile con la Constitución de 1980. Si se exacerban, los ejercicios de reforma pueden derivar en adefesios institucionales en que todo funciona casuísticamente, y muy pocos de sus contenidos expresan las mayorías legítimas de una sociedad democrática.
Hacer una nueva Constitución es un ejercicio diferente al de una reforma constitucional. Se trata de una acción fundante, destinada a elaborar los contenidos de un nuevo pacto político integral de la ciudadanía sobre las formas de generación, distribución y ejercicio del poder político, además de una definición de los valores de orientación que guiarán la vida social e institucional del país con el carácter de legítimos. Sus resultados pueden contener cosas que estaban en la anterior, pero serán articulados por una nueva lógica social y política mayoritaria.
Hacerlo es un acto político antes que jurídico, si bien el resultado final es una ley de leyes.
Chile ha sido dominado durante 20 años por el binominalismo estructural que impregna la Constitución de 1980. Este obliga, como un juego normal de las elites, a someter todo a una negociación, pues el empate institucional es la regla. Pero tal negociación se da en dos planos muy diferentes, según sean los bienes en disputa. Por una parte, el Estado y el gobierno exhiben una enorme supremacía restrictiva en materia de libertades políticas frente a los ciudadanos (iure imperii) que es casi imposible romper por el empate electoral binominal. Por otra, cuando se trata de derechos económicos ocurre exactamente lo contrario, el Estado solo tiene poder de administración (iure administrationis) y se negocia en la libertad del mercado según el poder y capacidad de los actores, produciéndose una enorme asimetría entre el poder económico y los ciudadanos comunes y corrientes.
Es ello lo que ha generado un país de enormes desigualdades y carencia de derechos, parte de lo cual, finalmente, ha terminado por germinar en una ola de malestar ciudadano que se expresa en las manifestaciones sociales de los últimos meses.
Cada reforma a la actual constitución (de 1980) fue, en su momento, un parto de los montes, por sus complejos mecanismos, que excluyen totalmente la participación ciudadana, y tienen costosos quórum legislativos que transforman todo en una difícil negociación.
Nadie pretende que las Constituciones sean desechables, pero las sociedades modernas no son entes en equilibrio estático sino ambientes sociales en flujo, y Chile ha cambiado, y mucho, en los últimos veinte años. Los gobiernos y la política debieran ser capaces de captar ese movimiento, de múltiples intereses y actores, y transformarlo en un acto creativo que mantenga a la sociedad en el camino del progreso de una manera estable.
Ese arte posiblemente implica conservar aquello que está en la memoria institucional profunda del país pero, al mismo tiempo, ceder ante los hechos nuevos y crear los cambios indispensables. Es, o debiera ser, un gran debate social, no de carácter exclusivamente jurídico o normativo, sino político y cultural, que involucre a toda la sociedad, porque las constituciones finalmente las hacen los pueblos.
Ello nunca ha ocurrido en Chile. Nuestra elite, de izquierdas y derechas, de corte autoritario, jamás ha sostenido la posibilidad de hacer un ejercicio de ingeniería social participativa sobre una Nueva Constitución.
El artículo 28 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793 sostiene que “Un pueblo tiene siempre el derecho a revisar, reformar y cambiar su constitución. Una generación no puede imponer sus leyes a las generaciones futuras”.
Si Chile siguiera esta prescripción hoy entendería que el proceso social que se vive expresa desacuerdos tan profundos sobre la institucionalidad que nos rige, que es hora de cambiar la Constitución.
El desgaste político de enfrentar una reforma educacional de fondo, sin lucro y con cambios tributarios, no es un acto simple. Menos aún para un gobierno de baja popularidad como el actual.
Menos aún si debe unirse a una promesa de diseñar una institucionalidad regulatoria rigurosa que evite de manera transparente la mezcla de política y negocios y los abusos a los ciudadanos, que impulse una sociedad de derechos constitucionalmente garantizados, entre ellos educación de calidad, salud, previsión social y un medioambiente sustentable, y un régimen político descentralizado y moderno. Todo ello implica un cambio de la matriz conceptual de la Constitución de 1980 y hay que realizarlo como un proyecto nacional.
Todo indica que hoy en Chile existen las condiciones para iniciar un proceso participativo hacia una Nueva Constitución, por primera vez en la historia de nuestro país.
El Mostrador
Hacerlo es un acto político antes que jurídico, si bien el resultado final es una ley de leyes.
Chile ha sido dominado durante 20 años por el binominalismo estructural que impregna la Constitución de 1980. Este obliga, como un juego normal de las elites, a someter todo a una negociación, pues el empate institucional es la regla. Pero tal negociación se da en dos planos muy diferentes, según sean los bienes en disputa. Por una parte, el Estado y el gobierno exhiben una enorme supremacía restrictiva en materia de libertades políticas frente a los ciudadanos (iure imperii) que es casi imposible romper por el empate electoral binominal. Por otra, cuando se trata de derechos económicos ocurre exactamente lo contrario, el Estado solo tiene poder de administración (iure administrationis) y se negocia en la libertad del mercado según el poder y capacidad de los actores, produciéndose una enorme asimetría entre el poder económico y los ciudadanos comunes y corrientes.
El artículo 28 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793 sostiene que “Un pueblo tiene siempre el derecho a revisar, reformar y cambiar su constitución. Una generación no puede imponer sus leyes a las generaciones futuras”.
Cada reforma a la actual constitución (de 1980) fue, en su momento, un parto de los montes, por sus complejos mecanismos, que excluyen totalmente la participación ciudadana, y tienen costosos quórum legislativos que transforman todo en una difícil negociación.
Nadie pretende que las Constituciones sean desechables, pero las sociedades modernas no son entes en equilibrio estático sino ambientes sociales en flujo, y Chile ha cambiado, y mucho, en los últimos veinte años. Los gobiernos y la política debieran ser capaces de captar ese movimiento, de múltiples intereses y actores, y transformarlo en un acto creativo que mantenga a la sociedad en el camino del progreso de una manera estable.
Ese arte posiblemente implica conservar aquello que está en la memoria institucional profunda del país pero, al mismo tiempo, ceder ante los hechos nuevos y crear los cambios indispensables. Es, o debiera ser, un gran debate social, no de carácter exclusivamente jurídico o normativo, sino político y cultural, que involucre a toda la sociedad, porque las constituciones finalmente las hacen los pueblos.
Ello nunca ha ocurrido en Chile. Nuestra elite, de izquierdas y derechas, de corte autoritario, jamás ha sostenido la posibilidad de hacer un ejercicio de ingeniería social participativa sobre una Nueva Constitución.
El artículo 28 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793 sostiene que “Un pueblo tiene siempre el derecho a revisar, reformar y cambiar su constitución. Una generación no puede imponer sus leyes a las generaciones futuras”.
Si Chile siguiera esta prescripción hoy entendería que el proceso social que se vive expresa desacuerdos tan profundos sobre la institucionalidad que nos rige, que es hora de cambiar la Constitución.
El desgaste político de enfrentar una reforma educacional de fondo, sin lucro y con cambios tributarios, no es un acto simple. Menos aún para un gobierno de baja popularidad como el actual.
Menos aún si debe unirse a una promesa de diseñar una institucionalidad regulatoria rigurosa que evite de manera transparente la mezcla de política y negocios y los abusos a los ciudadanos, que impulse una sociedad de derechos constitucionalmente garantizados, entre ellos educación de calidad, salud, previsión social y un medioambiente sustentable, y un régimen político descentralizado y moderno. Todo ello implica un cambio de la matriz conceptual de la Constitución de 1980 y hay que realizarlo como un proyecto nacional.
Todo indica que hoy en Chile existen las condiciones para iniciar un proceso participativo hacia una Nueva Constitución, por primera vez en la historia de nuestro país.
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