Una Constitución Política puede definirse como un cuerpo normativo que establece principios y valores que rigen el ordenamiento jurídico de un estado, otorgándole un marco legal para regular las relaciones entre el estado, sus poderes y los ciudadanos. De lo anterior se desprende también que es la forma de plantear explícitamente el pacto que hay entre el pueblo y quienes lo representan en función del poder soberano delegado en ellos por los ciudadanos.
Teniendo en mente la anterior definición, es paradójico que Chile, un país que se jacta de ser republicano, en doscientos años ninguna de sus tres constituciones más importantes haya nacido fruto del consenso democrático ciudadano, sino que muy por el contrario fueron escritas entre cuatro paredes, legalizadas pero jamás legitimadas.
La Constitución de 1833 ha sido la de mayor duración en Chile y respondió a una coyuntura política donde la elite, dividida entre pipiolos, pelucones y estanqueros zanjó los destinos de Chile hasta bien entrado el siglo XX.
Tras la batalla de Lircay (17 de abril de 1830), el bando pipiolo fue desplazado del poder y pelucones y estanqueros se impusieron militar y políticamente. Si bien el presidente era José Joaquín Prieto, era Diego Portales quien movía los hilos de la política. En ese contexto se enmarca la redacción de una nueva constitución, una donde lo que importaba era el cargo de presidente y no quien lo detentara y donde su palabra era la ley.
Se convocó entonces a la “Gran Convención” para discutir el nuevo texto legal. Este grupo estaba formado por 16 diputados en ejercicio y 20 ciudadanos, de los cuales sólo 6 no estaban vinculados directamente al congreso. Si bien el concepto de ciudadanía para la primera mitad del siglo XIX que excluía a las mujeres era aceptado para la época, el carácter censitario del ciudadano plasmado por Mariano Egaña, excluía a los analfabetos -una gran mayoría de los habitantes-, a quienes no tuvieran propiedades y que tuvieran cierto nivel de renta. Por lo tanto, para esta Constitución y el Chile portaliano, la ciudadanía se remitía a la elite. Conclusión, nuestra primera gran constitución nació de un puñado de hombres de la más pura elite política decimonónica.
El siglo XX pilló a Chile en medio de la denominada “cuestión social” y un sistema político, el parlamentarismo que lejos de preocuparse de los problemas y cambios sociales se dedicaba más a vivir una suerte de Belle Epoque criolla. La crisis del Centenario, la matanza de la Escuela de Santa María de Iquique, la huelga de la carne, el surgimiento del Partido Comunista y la Primera Guerra Mundial parecieron pasar sin pena ni gloria para la fronda que seguía mirándose entre sí y brindando en sus lindos palacetes de la calle Dieciocho.
Hasta que en 1920 irrumpe la candidatura presidencial de Arturo Alessandri Palma. El León de Tarapacá llegó con nuevas ideas y promesas de cambios sociales para su “querida chusma” las que sin embargo encontraron en el parlamento una piedra de tope monumental. No fue hasta que se hicieron sonar los sables y con golpe militar de por medio (11 de septiembre de 1924) que la elite se remeció de sus asientos y comprendió que ya no vivían en el Chile finisecular que los llevó al poder.
Tras el regreso de su exilio en Roma después el golpe, Alessandri convocó a representantes de todos los partidos políticos a través del decreto N° 1422 de 7 de abril de 1925 para formar la “Comisión Consultiva”, tras fracasar el intento por convocar a una Asamblea Constituyente. La Comisión, compuesta por 122 personas, se dividió en dos subcomisiones, una de las cuales, la llamada “de Reforma”, presentó una propuesta con dos variantes, las que fueron sometidas a plebiscito el 30 de agosto de 1925, proclamándose el 18 de septiembre del mismo año.
La Constitución de 1925, redactada en medio de una sociedad quebrada, una institucionalidad devastada y con golpe de estado de por medio, no entró en real vigencia sino hasta 1932, cuando Arturo Alessandri asumió por segunda vez la presidencia tras el agitado período entre 1925 y 1932. De corte presidencialista, pretendió devolverle al primer mandatario el rol de poder Ejecutivo que el Congreso le obstaculizó durante el parlamentarismo.
Esta constitución también tuvo varias reformas, ampliando cada vez más el concepto de ciudadano, esta vez a mujeres, las que votaron por primera vez en elecciones presidenciales en 1952, a no videntes (1969) y analfabetos (1972). Sin embargo y como ya sabemos, la Constitución de 1925 entró en receso el 11 de septiembre de 1973.
La Junta Militar que asumió, con Augusto Pinochet a la cabeza, se autodenominó con un rol “refundacional y de restauración de la chilenidad”, por lo que era necesario borrar con gran parte del pasado, seleccionar aquellos aspectos que les servían e iniciar su programa que más bien fue desarrollándose en la marcha.
El 24 de septiembre de 1973 se llamó a redactar un anteproyecto constitucional a una comisión que poco avanzó dado que la misma Junta no tenía claridad suficiente respecto a metas y prioridades. En 1975, se cambió de ruta y se decidió redactar las “Actas Constitucionales”, las que cada una en sí misma sería un capítulo, por lo que la compilación de todas ellas daría una eventual nueva carta fundamental. Sin embargo, el 9 de julio de 1977 en “El día de la Juventud” más conocido como “Chacarillas”, se explicitó los planes de la Junta en materia constitucional donde se debía velar por una “democracia que sea autoritaria, protegida”. Chacarillas puso plazos y objetivos. Era necesario hacer una constitución pero, ¿cómo hacerla sin parlamento, sin partidos políticos, sin presidente y en medio de una dictadura militar? Fácil. Entre cuatro paredes.
Tras 57 sesiones el Consejo de Estado elaboró una propuesta constitucional. No entraremos en las disputas internas, baste decir que las ideas de Jaime Guzmán prevalecieron por sobre otras. Con un sistema económico neoliberal recientemente implantado, una institucionalidad tecnocratizada y ciudadanos replegados en sus casas con toque de queda y constante represión por parte de organismos de inteligencia, es difícil, por no decir imposible, sostener que el marco político en el cual nace esta Constitución era la democracia.
El 11 de septiembre de 1980 se sometió a plebiscito esta Constitución. Sin padrón electoral y con un Estado capaz de controlar todo mecanismo de información, fue aprobada, entrando en vigencia, pasando el general Augusto Pinochet Ugarte a tener el cargo de Presidente de la República hasta 1988, donde un nuevo plebiscito definiría su continuidad en el cargo. Pero eso, mis estimados y estimadas, es harina de otro costal.
Como hemos visto ninguna de las tres constituciones que han regido Chile por 178 años ha nacido de la voluntad popular. Han sido fruto de coyunturas marcadas por la guerra, la crisis política y la dictadura. Ninguna ha sido legitimada en procesos universales, abiertos e informados. Ninguna recoge las opiniones de los ciudadanos sino la del grupo dirigente, elite, fronda, aristocracia, clase alta, póngale el nombre que quiera, pero sabemos, sí lo sabemos, que son los mismos.
Hoy estamos en una coyuntura histórica crucial. Tenemos la oportunidad, los medios y la convicción que es posible de una buena vez construir entre todas y todos un país más justo y equitativo. Las demandas sociales que por estos días hacen estudiantes, trabajadores, ambientalistas, ciudadanos de a pie, chocan con la Constitución, un marco jurídico que ya no responde a la realidad del Chile actual. Una constitución que no nos representa, que no es legítima y que ya no aguanta otro parche más.
Por eso, si como yo demandas una nueva Constitución pon tu firma en esta carta, aporta con tus ideas y ven con nosotros a empujar el carro de la historia.
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Foto: simenon / Licencia CC
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